Institute for Integrative Psychotherapy

Artículos de Psicoterapia Integrativa



EN LAS CALLES DE NUEVA YORK

Richard G Erskine

Estos días, cuando dejo mi oficina, de camino al gimnasio, Hector me saluda calurosamente con un “Hola doc, ¿cómo estás? A menudo llama a los otros vendedores “Eh, aquí está el doc”. Charlamos unos minutos y me pone al tanto de las novedades de la calle. Me dice como les va a los vendedores ambulantes, quien está haciendo locuras en la calle ese día, hablamos sobre los sucesos en el World Trade Center Cite, o sobre la guerra de Afganistán.

Hector es un puertorriqueño de pecho protuberante que vende calcetines en la Tercera Avenida, entre las calles 85 y 86. Sus vecinos vendedores, a lo largo de la Tercera Avenida, venden toda clase de artículos de temporada: paraguas cuando llueve, guantes y gorros de lana cuando hace frío, sudaderas de los Jet and Rangers de New York, bolsos de Gucci robados, por $25,00 o relojes imitación de Rolex por $10,00. Pero Hector se aferra a la venta de calcetines porque tiene clientes leales –disfruta viendo regresar a la misma gente una y otra vez en busca de sus calcetines a precio de ganga. Durante años los clientes favoritos de Hector fueron los bomberos de Ladder 13 y Pumper 22. El parque de bomberos está situado justo a la vuelta de la esquina de donde Hector tiene su negocio; una mesa alta plegable con calcetines de varias marcas deportivas.

Aunque he visto a Hector muchas veces en estos últimos cinco años, y hasta le he comprado calcetines, nunca habíamos tenido una conversación. Hector y yo nos encontramos alrededor de media noche del sábado, 15 de septiembre, unos días después del ataque al World Trade Center. Desde el 11 de septiembre, yo había frecuentado el parque de bomberos local, distrito este, calle 85, para hablar con la gente y ofrecer consejo o asesoramiento y mitigar la pena o el trauma dentro de lo posible. Nueve de los bomberos, incluyendo el capitán que yo había conocido, murieron en el derrumbamiento del World Trade Center. El parque de bomberos se había convertido en un santuario de lamentaciones. Todas las tardes, la calle 85 se cerraba al tráfico según iban llegando, por cientos, las personas expresando su dolor, llevando velas y ramos de flores. Rezaban silenciosamente o cantaban alguna canción como “Amazing Grace” o “America”. Signos de homenaje a los bomberos muertos cubrían las paredes central y lateral del parque de bomberos. En medio de nuestro dolor colectivo, aquel sábado, quedaba todavía un poco de esperanza: los equipos de rescate habían encontrado gente con vida.

El parque de bomberos ya no cumplía su función original; sus dos camiones yacían aplastados por los escombros de los edificios derrumbados. Los bomberos que habían estado libres de servicio el martes por la mañana, estaban ahora apiñados en torno al reloj del servicio de rescate. Habían llamado a varios bomberos jubilados para atender la casa del parque y para recibir el pésame de los que se acercaban para expresar su dolor. Los bomberos retirados se comportaban más como capellanes que como bomberos.

Aquel sábado por la noche, cerca de las doce, yo estaba en la estación hablando con uno de los bomberos retirados, cuando Hector comenzó a gritar los nombres de los bomberos perdidos. Estaba bebido. Había estado en el parque antes y el bombero convertido a capellán estaba cansado de él. Hector estaba cargado y reclamaba la atención de la gente. Su forma de expresar su aflicción era muy diferente a la de la mayoría de los que se acercaban con pañuelos y flores en sus manos.

Me acerqué a Hector y le pregunté como conocía los nombres de los bomberos muertos. Él me contó que todos ellos le compraban calcetines. Eran sus amigos. Seguía gritando: “Dios bendiga a los bomberos” y “Dios bendiga a América”. Juntos empezamos a cantar Dios bendiga América. Hector, con su marcado acento español, bramaba la canción. Las lágrimas manaron de sus ojos. Al mirarnos el uno al otro, ambos con los ojos llenos de lágrimas, él empezó a sollozar. Alargué mis brazos y le rodeé con ellos. Al sentarme en el suelo del parque de bomberos, se derrumbó en mi regazo. Sujeté a este hombretón mientras gemía, sacando su dolor por los bomberos muertos. Luego continuó llorando a sus compañeros muertos en Vietnam. Su dolor era intenso.

Cuando Hector dejó de llorar, uno de los bomberos retirados me ayudó a ponerme en pie y poniendo su brazo alrededor de mis hombros dijo: ”Dios te bendiga”. En ese momento me deshice en lágrimas. Lloraba todo mi cuerpo. No me había dado cuenta de lo profundamente que me habían afectado, tanto el suceso traumático, como el dolor de toda la gente con que había estado hablando. Di por sentado que ese era el final de mi reacción traumática.

El miércoles siguiente por la noche, llevé a mi grupo de hombres al parque de bomberos. Tres de ellos no habían sido capaces de afligirse, estaban hipnotizados por las escenas repetidas por televisión. Su rechazo a sentirse afectados tomó la forma de fascinación: el modo en que el edificio se desplomó; o, una pérdida de realidad en la forma de: “ya he visto esta película”. Dos de ellos rompían en un llanto silencioso cada vez que veían la señal de un desaparecido en un árbol o una lamparilla. Otros dos habían escapado del fuego de los edificios derrumbados.

Trabajamos como un grupo, en un círculo en el suelo del parque de bomberos donde antes habían aparcado los camiones. Los bomberos retirados nos enseñaron fotografías de los bomberos muertos con sus bebes y niños pequeños en brazos. Teníamos la realidad de la tragedia delante de los ojos. El grupo entero lloró. Algunos expresaron su rabia. Más o menos cien personas estuvieron a nuestro alrededor y vieron el proceso de nuestro grupo mientras hablábamos de nuestros sentimientos y nos sujetábamos unos a otros. Hector estaba otra vez entre la multitud de personas apesadumbradas, pero esta vez, sobrio y silencioso.

En nuestro camino de vuelta nos paramos a mirar un coche que había estado aparcado enfrente de la oficina durante una semana. El coche estaba cubierto de ceniza blanca y en la luneta delantera llevaba un permiso de aparcamiento para bomberos. Alguien había escrito, en la ceniza blanca, con su dedo: “Nos diste tu vida. ¡Eres un héroe!” Apilados en el asiento trasero estaban los uniformes, patines y palos de jockey de un equipo de niño. ¡El padre de algún niño y el entrenador de un equipo murió héroe por todos nosotros!

Cada árbol y cada farola tenían señales y fotografías que decían: “¿Has visto a mi papá?” o “¿Conoces a mi mujer? La vieron por última vez dejando el piso 73. Debe tener amnesia” La realidad de este traumático suceso continúa aún en todos los neoyorquinos. Este no fue el final de la terapia del dolor y del trauma para los hombres del grupo. Seis meses más tarde todavía estamos tratando con reacciones traumáticas en la calle. Mis pacientes sueñan con edificios que se derrumban, habitaciones llenas de humo o que se quedan paralizados frente al peligro. Todavía existe tensión cuando la gente coge el ascensor en edificios altos o cuando un avión vuela bajo sobre la ciudad.

Durante los últimos pocos meses, me había estado sintiendo culpable por no haber hecho más de lo que hice en la época del ataque al World Trade Center. No trabajé en el lugar de la catástrofe removiendo escombros como hizo uno de mis pacientes. No trabajé para la Cruz Roja en sus refugios para aliviar el desastre como algunos de nuestros colegas de Análisis Transaccional habían hecho. Si hice, sin embargo, registrarme para trabajar como terapeuta en el Hospital Lanox Hill pero al cabo de unos días muy poca gente buscaba terapia en el hospital. Estaba decepcionado en mis esfuerzos de ayudar así que fui voluntariamente al parque de bomberos próximo a mi oficina. Quería hacer una terapia seria con la mucha gente que iba al parque pero hubo pocas peticiones y no ese contacto. Todo lo que podía hacer era animar a la gente a “simplemente hablar” y contar su historia. “¿Dónde estabas cuando ocurrió? ¿Conoces a alguien que escapó? ¿Cómo te las arreglas? Indagación y sintonía eran las únicas cosas que podía ofrecer. Yo quería hacer más, estar más involucrado enteramente como psicoterapeuta.

He sido toda mi vida una persona ocupada y trabajadora, especialmente si estoy interesado en una tarea o si hay en juego una meta personal. Desde las semanas después del 11 de septiembre he estado psicológicamente corriendo en círculos, haciendo muchas cosas a la vez, sintiéndome bajo presión y cometiendo muchos errores. He sido lo que siempre he sido pero me he vuelto más intenso, una versión más exagerada de lo que solía ser. Tengo un sentimiento de urgencia que no se calma. La semana pasada, por fin, tuve la oportunidad de formar parte de un grupo de psicoterapeutas que se vieron involucrados en servicios directos a las familias de las víctimas, la policía y los albergues de la Cruz Roja. Mi persistente sentimiento de culpa empezó a calmarse mientras ellos contaban sus historias de cómo estaban involucrados en la tragedia.

Todos ellos describían como no eran capaces de hacer terapia seria, la gente simplemente no estaba emocionalmente disponible. La policía, los bomberos y los que trabajaban en el rescate no querían hablar de sus sentimientos. Sólo querían completar el rescate. Los miembros con familiares desaparecidos querían información, no querían terapia. Estos psicólogos describían como repartían pañuelos, escuchaban innumerables historias y conseguían que la gente hablara sobre la forma en que escaparon. Hacían, en la parte baja de la ciudad, lo mismo que yo en la parte alta.

Una terapeuta describió su pasada reacción al estrés traumático como un intento de hacer muchas cosas a la vez. Otro describió la tarea interminable de consolar a los muchos miembros de las familias de los muertos. Otra, describió detalladamente como, a pesar de todo lo que había hecho, tenía un sentimiento constante de que no podía hacer lo suficiente. Entonces comprendí que mi sentimiento de urgencia, multiplicidad y cronicidad era mi reacción al estrés post-traumático. Aunque lloré con Hector y las demás personas en el parque de bomberos, llevaba encima el dolor de un incontable número de personas por las que no tenía la energía, o el tiempo para involucrarme por completo.

Ahora estoy de vuelta a una paz más natural. La urgencia ha remitido, se ha calmado. Puedo estar enteramente en contacto con la tarea que me toca y aunque hay todavía mucha gente que sufre reacciones de estrés post-traumático después del 11 de septiembre, yo puedo implicarme con una sola persona en un momento concreto.

En las calles de la ciudad de Nueva York, Hector y los otros vendedores callejeros parecen hacer negocios como siempre. Comienza la primavera en Nueva York y los vendedores tienen ahora camisetas de los Yankee and Met y gorras de béisbol, impermeables ligeros y otros artículos de primavera. Hector vende calcetines ligeros. En la superficie, la vida parece normal, pero yo sé que internamente esta tragedia nos ha afectado a todos. Los neoyorquinos nunca seremos los mismos; hemos compartido una tragedia y una profunda intimidad. Todos nosotros estamos traumatizados, sin embargo, espero que podamos aprender y crecer de esta experiencia.

Dr. Richard G Erskine

Director de la Asociación de Psicoterapia Integrativa.

Artículo publicado en Internet, en la sección Artículos del “Institute for Integrative Psychotherapy”.

Traducido por Begoña Manso

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